En lo profundo de las selvas de Borneo y Sumatra, los orangutanes se dedican a una tarea que, para ellos, es tan banal como esencial: forrajear. Estos astutos primates no solo son capaces de distinguir entre un mango maduro y uno en descomposición, sino que poseen un agudo sentido del gusto que les permite identificar frutas que son más nutritivas y, por tanto, mejores para su supervivencia. Con una capacidad gustativa sorprendentemente similar a la nuestra, se estima que los orangutanes tienen alrededor de 1,700 papilas gustativas, un número que no solo resalta su afinidad por los sabores sino que también ofrece una nueva perspectiva sobre sus hábitos alimentarios.

El cerebro del orangután procesa información sensorial de manera excepcional, una habilidad que no se limita al simple acto de comer. Cuando un orangután elige una fruta, está inmerso en una actividad que involucra la memoria, el aprendizaje y la socialización; un gesto que, al parecer, se transmite de generación en generación. Las crías observan a sus madres y adquieren conocimiento sobre cuáles frutas son seguras y cuáles no. Esto no solo refleja un impresionante legado cultural sino que también pone de relieve el mismo principio que utilizamos en nuestra propia alimentación: la búsqueda de sabores que alimentan no solo el cuerpo, sino también el alma.

La curiosidad científica se extiende a cómo estos primates son capaces de percibir el dulzor en los azúcares de las frutas y de detectar compuestos amargos que podrían amenazar su salud. A través de la evolución, su paladar se ha afinado, lo que les permite seleccionar alimentos que maximicen su bienestar. Las lecciones que los orangutanes nos ofrecen van más allá de la gastronomía: nos invitan a reflexionar sobre las complejidades del gusto y la importancia de una dieta rica y variada, tanto en la selva como en nuestra mesa.